La poeta uruguaya ha recibido el galardón de manos de Rey en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá.
Majestades, autoridades, señores y señoras del jurado, señores míos en general que con su presencia me aceptan y agasajan.
Debí pensar y escribir lo
requerido para una ocasión que habiéndome llegado tarde, realmente me
sorprendió: pudieron sobrar oportunidades de imaginarla, pero muchas
cosas obvias y muy poco concebibles requisitos me hubieran llamado a un
sensato equilibrio.
Pero lo inconcebible llegó en un
momento en el que la opacidad del descenso imprime en mi vida una
geometría ilógica e imprevistos recaudos. Acepto que el azar o un orden
regido por una mágica fusión de benévolos caprichos me han señalado,
como en una época, aceptábamos algún suceso generoso, con alguien muy
querido que ya no está a mi lado, suponiéndolo —así decíamos—
manifestación de un eón bien dispuesto.
Ahora seres benévolos y palpables
movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición
favorable y acá estoy, agradecida, emocionada. Recuerdo mis inquietudes
en un camino de montaña alto y estrecho por el que me llevaban en auto a
una velocidad que pensaba inadecuada. No era un sueño. Esto, claro,
tampoco lo es. Por eso mismo, prefiero ser consciente y agradecer,
claro, en español, cosa que, además, es un valor añadido a la felicidad
de este instante.
Busco una más cómoda aceptación
interior de lo nada esperado, ya que suelo ser escéptica o descreo con
familiaridad de tantas cosas, pero a la vez tengo una fabulada
confianza, sin duda de origen infantil, en los pequeños desajustes con
lo racionalmente ordenado, en las coincidencias, sin siquiera razonarlo
mucho. Estos días, casual y repentinamente me tocó oír dos veces Pompa y circunstancia,
pese a que Elgar no es un músico que integre mi parnaso musical
establecido, frecuentado. También, ya de regreso definitivo a
Montevideo, ordenando y reordenando la biblioteca, no dejé de detenerme
en la sección cervantina, en las diversas ediciones repetidas de don
Quijote, conservadas por distintos motivos todas, cuando las
reiteraciones de otros autores suelen ser rápidamente corregidas,
siempre en busca del espacio que tanta falta me hace.
Pero este tema de las
coincidencias, casualidades o registros orientados u obsesivos, integran
el capitulito poco analizado y compartido, en general reservado, de las
manías personales.
Los libros que integraron una
biblioteca “mía”, forrada y presuntuosamente numerada, eran libros para
niños, algunos pronto relegados. En virtud de un proyecto claramente
pedagógico, me correspondía limpiar un pequeño librero abierto del
escritorio los sábados por la mañana. Mucho de su contenido no estaba en
español. Sobre la casa planeaba, no diré la sombra sino la luz de mi
abuelo italiano, abogado y culto, que en su viaje desde el Palermo natal
hasta el Uruguay había sido acompañado por Homero, en edición bilingüe
grecolatina, junto con el espíritu garibaldino que un día yo sentiría
presente en la familia, constituyéndose en un héroe casi doméstico.
Es, pues, normal que entre mis
primeros embelesos en el campo de los libros adultos aparezca Ariosto
—cuando ya la imborrable profesora de italiano, me hubiese permitido
tantear, por mi cuenta, con abuso del diccionario, sus fantasías
gratísimas. Le donne, il cavalier, l’armi, l’amore formaban, ese
escenario, para mí novedoso, donde encontraría anillos con poderes,
caballos alados, magas que evocan las sombras de futuros descendientes
de Bradamante, aquí el hipogrifo, más allá una sirena, luego un mirto
que habla y es en realidad Astolfo, paladín de Francia convertido en
planta. En fin, que este mundo de transformaciones que a cada paso
surgen, irreales, me encanta pero no me prepara ni siquiera para la
Galatea.
Mi devoción cervantina carece de
todo misterio. Mis lecturas del Quijote, con excepción de la determinada
por los programas del liceo, fueron libres y tardías. En realidad, supe
de él por una gran pileta que, sin duda regalo de España, lucía en el
primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca
de agua, y día tras día, me familiarizaba con las relucientes
baldositas que contaban, sobre inolvidables cielos azules, la policroma
historia que, según supe luego, era la de aquellos desparejos jinetes.
No faltan claro, los molinos, los muchos episodios en que don Quijote
terminaba por los suelos. Ya adolescente, me regalarían el volumen
ilustrado y muy cuidado, que todavía prefiero a la menos infantil
edición de Clásicos Castellanos, cuyos ocho volúmenes son menos
traslaticios.
El ambular del Quijote lleva
consigo la convicción de que hay un mago enemigo que transforma “a la
sin par Dulcinea en una aldeana fea y olorosa”, y está detrás de los
numerosos percances que sus obsesiones le deparan al pobre don Quijote.
Pero, ¡qué discreción, qué respeto
muestra Cervantes por su personaje! En vez de rodearlo de magia y
hechizos auxiliares, deponer a su héroe a disposición de tortuosos
espíritus malignos hace que, una y otra vez, todos sus tropiezos nazcan
de él mismo, de esos deslices de sus nítidas construcciones mentales,
del adquirido delirio causado por peligrosas lecturas, deslices, que
tanto pasman, fascinan y encabritan a Sancho, y lo llevan a someterse
una y otra vez a la voluntad de quien lo arrastra a aventuras del todo
ajenas.
Se suele aceptar como buena la
motivación dada por Cervantes para su Quijote, de desprestigiar las
novelas de caballerías. Pero no hay que olvidar la cuna desdichada que
su obra tuvo:“Argel, Sevilla, fantasía, desengaño” es decir preso,
pobre, enfermo, sin la protección que dedicatorias a altos señores
podrían haberle guardado, como José Echeverría singulariza el período de
su escritura. La concepción de un personaje que va, libre, por el
mundo, fraguando su vivir, aunque de error en error, (donde otro
personaje, el Cautivo dice:“jamás me desamparó la esperanza de tener
libertad”) debería ser un respiro, aunque al finpara él todo concluya en
la verdad innegable: “Y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño”,
como concluye uno de los sonetos que cierran la primera parte. Pocos
personajes han sido, como Quijote, habitados -más que obsedidos- por lo
real. Porque aun lo que es astuta malquerencia vestida de supuestas
precipitaciones mágicas, tiene detrás acciones de criaturas humanas, que
pueden ser malignas y burlonas, pero siempre comprensibles, terrestres y
sin inexplicables auxilios divinos.
Muchas veces lo que llamamos
locura del Quijote, podría ser visto como irrupción de un frenesí
poético, no subrayado como tal por Cervantes, un novelista que tuvo a la
poesía por su principal respeto.Pero podríamos poner en la boca del por
lo general descalabrado personaje, unos versos muy posteriores de Baudelaire: “J’ai gardé la forme et l’essence divine de mes amours décomposés”.
Cervantes, como precisa José
Miguel Marinas, es “el primer alegorista de la ética moderna” y va
sobreviviendo a las menguantes transformaciones de ésta.
Mis lecturas del Quijote, con
excepción de la primera, dispuesta por lo programado por la enseñanza o,
bien pudiera ser, por el paciente tío Pericles, al que recuerdo bien
dispuesto a traducirme Goldoni y soportar mis protestas cuando demoraba
algún pasaje por surgirle alguna duda lexical o por estar organizando
cómo sortear un pasaje considerado “no apto” para mi edad. Pero no me
gustaba que se me leyera, cosa a la que me veía reducida porque muchos
de los libros de los que podía disponer no estaban en español. Crecí a,
no diré la sombra sino la luz de mi abuelo italiano, al que no llegué a
conocer, abogado, culto, que había acompañado su viaje al Uruguay desde
el Palermo natal con Homero en edición bilingüe grecolatina. Mis
primeros embelesos los debí a Ariosto. Más tarde llegaría un Dante ya
obligatorio, cuyo humor, para mí inexistente, se reducía al “Pape Satán,
Pape Satán, alepe”, además incomprensible. Ya entenderán mi entusiasmo,
mi devoción total cuando intimé con aquella pareja española tan
tiernamente compatible, entre sí y con una lectora inocente y deseosa de
amistades literarias a su alcance, ese Quijote y ese Sancho que
hablaban de “otra” manera, que acepté de inmediato, como un lenguaje que
me integraba a un mundo en el que, sola, me sentía acompañada, capaz de
manejarme en él como si fuese el mío propio.
En el Persiles y Sigismunda dirá
Periandro: “La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en
cualquier cosa que se diga”. Todavía me felicito por haberme interesado
más que en las aventuras, en el lenguaje en que me eran contadas.
Virtud siempre lograda de
Cervantes ha sido no echar mano de milagros de los usuales en las
novelas que no se privaban de gigantes y monstruos, cuando un argumento
descontrolado las requería. Uno de los pasajes de Persiles y Sigismunda
trae “una mujer voladora” que aparece bajando del cielo. Pero enseguida
se aclara “que era una mujer hermosísima, que habiendo sido arrojada
desde lo alto de una torre, le sirvieron de campana y de alas sus mismos
vestidos”. “Cosa posible sin ser milagro”.
“Los encantadores pueden quitarme
la aventura, pero el entusiasmo y el valor nunca”. Había dejado dicho
Garcilaso: “No me podrán quitar el dolorido sentir. Lo que se ha llamado
perspectivismo lingüístico alude al hecho de que cada personaje sea
visto a través de su lenguaje, por el que está pintado, completado,
dentro del acabado empaste que fluye por una obra de pasmosa unidad.
Toda la gracia proviene de que el
Quijote haga de las suyas “cuando ya no se usan los caballeros
andantes”. Radica en ello su razón de ser,el más sutil de los méritos de
la obra. Nos reclama la inacabable virtud del libro: exigirnos la
fidelidad atemporal a lo que, lector tras lector y época tras época, se
ha ido consagrando, como un venerable sostén de la herencia humana.
Luego de las primeras lecturas del
Quijote, las hubo reiteradas, más difíciles de determinar porque,
parciales, se aplicaban, aquí y allá en el texto, con una determinación
vagamente Zen o simplemente mágica: la elección del capítulo podía
deberse al azar o a un vago recuerdo que podría suponer que allí
encontraría una aprovechable aplicación a un tema importante en ese
momento para mí, en busca de alguna iluminación necesaria o por recordar
con suma precisión la felicidad de primer encuentro con aquellas
páginas. No sé por qué atribuí a ese libro la capacidad de precipitar
hacia mí la buena voluntad del azar. Quizás simplemente buscaba una
ocasión de dicha dispersiva, de claridad sin reserva, cuando el disfrute
viene sin proponérselo a veces, acompañado de una sensación de penuria
de gracias en la vida diaria y necesidad degusto satisfecho, que
depararán siempre las aventuras por lasque ando tan a gusto cuando me
reintegro al maravilloso mundo cervantino.
Pero considerarlo maravilloso me obliga a hacer distingos. Cervantes, que en la Galatea
buscó someterse o simplemente aceptar la novela pastoril –que implicó
tantas veces unir realidad e irrealidad o fantasía- se movía con castiza
normalidad en lo real. “Ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo
soy pecador y peleo a lo humano”dice don Quijote, que tantas veces se
acepta perseguido o gobernado por malignos poderes, pero sin nunca
encumbrarse ni claudicar.
Con todo lo que las afirmaciones
de don Quijote, prudente y aun sabio, me reclaman de acatamiento, para
terminar debo disculparle una afirmación que como suya, podría ser
aceptada sin más “que no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí
que es el mayor poeta del mundo”.No es mi caso, puedo asegurarlo. Sin
duda, don Quijote no imaginó jamás que ese género femenino al que se
consideraba por oficio llamado a honrar y defender, pudiera caer en tan
osada pretensión. Y en eso, estoy segura que acertó.
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