martes, 9 de noviembre de 2010

Zavalita conquista el Nobel


Mario Vargas Llosa ha ganado el Nobel de Literatura el año en que nadie le había llamado para preguntarle si se sentía favorito. Todos los años por las fechas en que la Academia sueca está a punto de conceder el principal galardón literario del mundo, el autor de La ciudad y los perros recibía esas llamadas, y esta vez, cuando al fin lo ganó, el escritor peruano, que también es español de nacionalidad, no estaba ni siquiera en las quinielas. Cuando le llamaron desde Estocolmo, su mujer, Patricia Llosa, creyó que era una broma. La evidencia luego llenó de júbilo al autor, a la familia y a los numerosos lectores de su obra.
La Academia sueca ha resumido con exactitud la enorme importancia de la obra del escritor que una vez aspiró a ser presidente de su país y que, para fortuna de sus lectores, fue apeado de su ilusión por Alberto Fujimori, alguien que luego pasaría a la historia como un delincuente. Dice el jurado que se le concede el Nobel a Vargas Llosa, de 74 años y cuya obra está publicada por la editorial Alfaguara (Grupo Santillana), "por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota".
Ese es su asunto, el poder, y también la resistencia al poder, la revuelta contra el poder, la derrota. De eso habló con José Saramago en Lanzarote, en un encuentro que organizó Pilar del Río; el portugués, que fue Nobel en 1998, hizo augurios para que el peruano que acababa de cenar con él un pescado tuviera también ese cetro como ya tenía los premios Príncipe de Asturias (1986) y Cervantes (1994). El azar ha querido que la muerte de Saramago y el Nobel de Vargas llegaran el mismo año.
Quiso ser presidente, quizá para conocer de cerca la miseria, la impostura y también la grandeza del ejercicio del poder. Y conoció la derrota. Pero era un escritor; en medio de las excursiones electorales a las que le obligaba la campaña, Vargas Llosa leía el Polifemo de Góngora, se adentraba en una literatura central pero complejísima, como si en ese instante fuera dos: el aspirante adulto a ocupar un sitio en la historia de la política y también el adolescente que devoraba versos a escondidas de su madre y luego a escondidas de su padre, que consideraba que leer eso eran "mariconadas".
Para entender esos dos Vargas Llosa hay que leer El pez en el agua, un libro capital en su bibliografía en el que está la sustancia de lo que ahora dicen los suecos: el Vargas Llosa que mira al poder desde dentro o desde sus orillas, y el Vargas Llosa que sigue maravillado y aterrado ante algunos de los elementos más sobresalientes de su niñez y de su juventud. El padre ausente (¿o muerto?), el despertar de su vocación ya irrefrenable, el encuentro complejísimo con el padre (¿el poder?), las clases en el colegio militar Leoncio Prado, las amistades literarias, los maestros que le impulsaron, el viaje decisivo a París...
Mientras esa campaña electoral tenía efecto, y en la que le ayudaron su mujer, Patricia, sus hijos y cientos de amigos, Vargas Llosa no solo leía a Góngora, sino que escribía ese libro que ahora parece la caja negra de la poderosa llamada de la literatura. Como si estuviera purgando el pasado, haciendo examen de lo que fue. Cada día, con el mismo bolígrafo, del mismo color granate, en cuadernos que rellenaba con su letra picuda y avanzada. Parecía que Vargas Llosa, que ya era uno de los grandes escritores del mundo, se preparara para decir adiós a su vocación para dedicarse de lleno al servicio público. Una decisión que era un desgarro al que se entregó como hace siempre ante un proyecto o una novedad: con el entusiasmo a veces atolondrado de un chiquillo.

Ahí, en ese libro, está la descripción minuciosa de su origen; sobre esos fundamentos edificó una obra en la que combina también los rasgos de su autobiografía con su capacidad de fabulador, de contador de historias. Es minucioso, no perdona ni un día de su trabajo; desde que era el trasunto de Zavalita (el periodista juvenil de Conversación en La Catedral) hasta ahora mismo, Vargas Llosa no se ha perdonado un día de trabajo, y así se comportó en el colegio, en la universidad, en casa, en los trabajos, y así va desarrollándose ese libro que debería ser central en los análisis de su vida y de su obra. Ahí están, como están en Conversación en La Catedral o en La Fiesta del Chivo, las imágenes que él fue viendo en su propio país cuando era un joven poseído por el estupor ante los excesos del poder.
Todas sus fábulas (La guerra del fin del mundo, La casa verde, El paraíso en la otra esquina, hasta la última novela, El sueño del celta, a punto de aparecer) nacen de esa capacidad para combinar mundos, para tener en cuenta los materiales de la realidad y para contar esta con los instrumentos de la ficción. La primera época de su escritura es una búsqueda incesante de un estilo; luchó para romper los esquemas habituales de la novela, y aunque su raíz es Faulkner, por ejemplo, rompió los moldes y alumbró novelas que eran ejemplo de su afán por mostrar su rebeldía literaria, su pasión por tener una voz propia. Cuando ya dominó esos materiales y dejó ejemplos de sus dotes de fabulador (Pantaleón y las visitadoras, El hablador, La tía Julia y el escribidor, Los cuadernos de don Rigoberto), se decidió por un asunto que sería decisivo en su bibliografía y en su manera de ser: La Fiesta del Chivo.
Los lectores de EL PAÍS (y de muchos diarios donde se publican los artículos que este diario sindica) saben que Vargas Llosa es un gran periodista, minucioso, al que le cuesta (aunque no se note) muchísimo escribir sus notas quincenales. Para hacer esos textos indaga, investiga, pregunta, corrige; a veces lo hace en cafés o en bibliotecas; lee toda la prensa diaria, española e internacional, cuando está aquí, va a la Academia, de la que es miembro, interviene en actividades culturales, pasea todas las mañanas para mantenerse en forma, va a la clínica de Marbella donde se somete a regímenes de los que sale con el hambre que le hace saludable... Pero tiene (como decía de él Juan Carlos Onetti, uno de sus grandes maestros) una relación conyugal con la literatura, y cumple como si estuviera pendiente de un examen en el colegio militar. Su agente, Carmen Balcells, que ayer decía que era como si Vargas hubiera ganado la Copa del Mundo, vio el genio y la disposición del escritor, al que rescató de sus oficios alimenticios, le asignó un sueldo y le gritó: "¡A la literatura!".
De esa manera escribe los artículos, y de esa manera escribe las novelas, siguiendo el mismo régimen. Como si fuera un periodista que, urgido por sus jefes, cumple en territorio difícil el primer encargo complicado de su vida. Y La Fiesta del Chivo, sobre el régimen brutal del dictador dominicano Trujillo, fue la piedra de toque (por citar el título de sus columnas quincenales) de esa característica insólita de su investigación literaria, que surge de nuevo, con enorme vitalidad, en El sueño del celta y como sucedió en la aún no bien leída El paraíso en la otra esquina. Ahí actúa Vargas (o Varguitas, o Zavalita, pues con esos nombres fue conocido el primitivo periodista en Perú) como si fuera un enviado especial, un hombre obligado por su ansiedad por el rigor a acopiar datos, a rellenar cuadernos, a hablar con todos aquellos que pudieran darle luz acerca de los sucesos que luego convierte en materia narrativa.
El esfuerzo no es su único leitmotiv; su motivación literaria principal es esa que apunta la Academia sueca: toda su obra (la periodística y la literaria, incluidos sus ensayos aquí) está marcada por la búsqueda, en los recovecos del alma y del poder, de aquellos elementos que hacen malvadas o excelsas a las personas. En El sueño del celta, la ascensión y el descenso a los infiernos convierten la novela en un vademécum de las obsesiones narrativas de Vargas Llosa; constituye, en cierto modo, su poética.
Aunque donde está ese Vargas Llosa ingenuo y vital que entra en las librerías y en las bibliotecas como si buscara el libro que va a cambiarle la vida es en La verdad de las mentiras; si en El sueño del celta está el balance (por ahora) de su escritura exigente y comprometida con la historia desigual de los hombres, en ese conjunto de ensayos sobre obras maestras (Camus, Thomas Mann, Faulkner) está el autorretrato literario del Zavalita que ganó ayer el Nobel en medio de su sorpresa, porque él es siempre el más sorprendido por sus propios éxitos. En 1990 le preguntaron en París por qué escribía. Era el momento en que digería la derrota peruana. Y respondió: "Escribo para huir de la pena". Ahora que le leerán más, muchos entenderán al fin esa respuesta, y sobre todo se quitarán las legañas de los tópicos con los que han querido ensombrecer el poderío de su ejercicio literario.

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A MI HONORABLE PADRE. 19/05/08

A mi honorable padre.

Me encuentro en una situación difícil, pero cómoda. Es como si flotara en el espacio de los recuerdos. Todo sabe a recuerdos, todo son momentos vividos. Si camino, recuerdo; si pienso recuerdo más intensamente; si tomo cerveza, recuerdo instantes que compartimos; si voy a la compra, él siempre está presente. Todo lo que hay a mi alrededor me recuerda a él. Sueño con su presencia. Fue una persona muy importante en mi vida y para mi vida. Le dije millones de veces que lo quería y eso me reconforta sobremanera. Ahí ando, en estos senderos me encuentro. En alguna ocasión, los lagrimales vierten alguna gota de dolor. Sigo viviéndolo mucho más intensamente que cuando me regalaba su presencia.
Fue un hombre bueno, un buen hombre. Íntegro hasta la exageración. Honesto hasta hacer de la honestidad misma su modo de vivir. Paciente como el mejor chacal que espera el movimiento de su presa para capturarla, él para ayudarla. No tenía palabras de más, las que usaba se llenaban de esperanza y de emoción contenida. Lo quise hasta la profundidad del alma compartida y amiga. Tuve poca comunicación con él en los últimos años porque se apagaba su intelecto y, a la vez, su generosidad de coloso humano.Todo huele a él; todo sabe a él; todo suena a él. A él. A él mismo.

Siempre te recordaré, siempre te querré querido papá.

IN MEMORIAM - Tu hijo Josemari.


A MI MADRE

A MI MUSA

¿Y ahora qué? Ya no estás a mi lado.
Tu presencia se deshace tal el hielo
en fuego, se fija como una obsesión
que me llena y me llega y me yaga
en tremendos nubarrones irónicos
que deshacen amapolas de sueño.
Ese sueño sutil y estremecedor
de tu voz, de tu sonrisa,
de tus tranquilizadoras manos,
alentadoras de sueños.
¡Dímelo al oído cuando estés!
Dime que quieres aunque sea un susurro mío,
un agradable abrazo mío, tal vez
un espontáneo beso mío.
¡Dímelo cuando estés!
Dime que el sueño sueña,
dime que el amor ama,
dime que sin llorar lloras,
dime que no podemos hacer nada, ya
dime que me quieres.
¡Dímelo mamá cuando estés!
Te quiero, quise y querré, a morir, planeta de mis sueños.

LA MISIÓN DE EDUCAR

Educar es lo mismo que ponerle un motor a una barca. Hay que medir, pesar, equilibrar... y poner todo en marcha. Pero para eso uno tiene que llevar en el alma un poco de marino, un poco de pirata, un poco de poeta, y un kilo y medio de de paciencia concentrada. Pero es consolador soñar, que ese inexperto barco mientras uno lo trabaja, irá muy lejos por el agua. Soñar que ese navío llevará nuestra carga de palabras hacia puertos distantes, hasta islas lejanas. Soñar que cuando un día esté durmiendo nuestra propia barca, en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada. Manuela Fernández

PARA MI VIDA, PARA TI.


PARA MI VIDA, PARA TI.

Amor, azucena celestial,
que nada entre espumosas olas,
¿por qué no me dices que me quieres?
¿por qué no colocas tu dulce,
perfume entre caracolas?
Dime amor, huele mi perfume,
ama mi instante, sueña con
tu sombra, con tu recuerdo,
inventa la estrella, ama el infinito
exhala perfumes inquietos
y dormidos silencios de placer.
¿Por qué no me dices que me quieres?
Hambre de mis venas,
Elegíaca amaca,
Luz de mis luces,
Entrada de mis penas,
Novela sin escribir,
Amor de mi vida.
¿Qué quieres que te diga más?
¿Qué? ¿Qué sueñas?

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