De poetas y millonarios.
José Manuel Caballero Bonald murió a primeros de mayo dejándonos una extraordinaria autobiografía poética en 200 páginas: ‘Entreguerras’. Al poeta jerezano le gustaba vivir y beber, como a Scott Fitzgerald.
Mi abuela Popa (así la llamaba mi hermana pequeña, así la acabamos llamando todos) solía decir que, a la hora de arrostrar un sufrimiento moral (una pérdida, un desengaño) se debía de tener en cuenta que “un clavo saca otro clavo”: en definitiva, que convenía distraerse con otra cosa, idea o persona que alejara o, al menos, mitigara el quebranto. No creo que mi abuela hubiera leído las Disputaciones Tusculanas de Cicerón, donde, muchos años antes, el filósofo estoico, que las escribió en la confortable villa que poseía en Tusculum (una especie de Sant Cugat del Vallès o de Pozuelo romano) había formulado la misma sentencia como uno de los posibles remedio para los mismos males. He pensado en el papel terapéutico de los clavos (incluyendo a los que uno se agarra aunque estén ardiendo) a propósito de la muerte de Caballero Bonald, el penúltimo gran poeta de su generación, mientras releía Entreguerras o De la naturaleza de las cosas (Seix Barral, 2012), una impresionante autobiografía poética en 200 intensas páginas, que considero entre lo mejor de toda su obra. En ella, y mediante la poetización radical de su experiencia, Caballero puede expresar con un discurso más ajustado a los sentimientos aquello que no podía ser dicho con la misma intensidad en los dos volúmenes canónicos de sus memorias: Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001). En poesía existen muchos clavos, pero ninguno sirve para sacar otro: los poetas que nos interpelan, aquellos que forman nuestro canon son eslabones de la gran cadena de la poesía, y a ellos volvemos siempre. Ahí tienen, por ejemplo, ese impresionante poemario, rebosante de la sabiduría de la experiencia y del conocimiento de la tradición (Dickinson, Plath, Stevens), que es Noche fiel y virtuosa (Visor), de Louise Glück, un libro que compuso “algún tiempo después de haber entrado / en esa época de la vida / que la gente prefiere mencionar en los demás / pero no en ellos mismos”. Otros libros de poemas de los que he disfrutado (con distintas intensidad) en los últimos meses, con parecido entusiasmo al de los jóvenes real-visceralistas de Los detectives salvajes (Bolaño, 1998), son Hélices (Cátedra; estupenda edición de Domingo Ródenas de Moya), que recoge poemas y artefactos poéticos del más ultraísta y caligramático Guillermo de Torre, compuestos entre 1918 y 1922, cuando la vanguardia poética española se rebelaba contra la cultura de los “carcamales” o, en el caso de Lorca y Dalí, de los “putrefactos”. Más cerca en el tiempo, merece la pena destacar Horizonte de sucesos (Renacimiento), de Juan Bonilla, uno de los poetas españoles que me resultan más interesantes; en el nuevo libro, conceptismo posquevediano, juegos de palabras y reflexión más o menos irónica (y escéptica) sobre el paso del tiempo o la perdida del amor se hacen particularmente patentes en algunos poemas autobiográficos: “Yo ya no fumo/ ni resto. / Pero si soy honesto / a veces sumo // todos los que creo haber sido / con números enteros, / y el resultado es el mismo: /suman cero.” Por último, entre los libros de poetas nuevos, me ha gustado La edad ligera (Adonáis, Rialp), de la madrileña (1990) Marta Jiménez Serrano.
En 1925, cuando Scribner´s publicó El gran Gatsby, casi todos los implicados (incluido el propio Francis Scott Fitzgerald) pensaban que aquella nueva y no demasiado extensa novela sobre un Trimalción de la era del jazz iba a convertirse en un éxito de ventas. Se equivocaban: el libro ―concienzudamente editado por el gran Maxwell Perkins (recuerden su retrato en la película El editor de libros, de Michael Grandage, 2016), y por el que FSF percibió poco más de 4000 dólares de anticipo― quedó por debajo de las expectativas económicas que había suscitado. La referencia al personaje del Satiricón, cuyo nombre se barajó como título para el libro, no es en vano: como el excéntrico liberto de Petronio, también Gay Gatsby había ascendido de la miseria al lujo. Pero las similitudes no van mucho más allá: Nick Carraway, el fascinado narrador de la novela, lo descubre como un “ególatra romántico”, un misterioso millonario enriquecido con negocios dudosos en la época en que los audaces (y los sin escrúpulos) sacaban el dinero de debajo las piedras. La novela pasó bastante inadvertida hasta que Edmund Wilson, amigo del autor, la aclamó críticamente. Nadie pensaba entonces que esa magnífica parábola del final (trágico) de cierta encarnación del sueño americano se iba a convertir, medio siglo más tarde, en el libro más prescrito, comentado y glosado en los departamentos de lengua de los colleges y universidades norteamericanos, en cuyas clases y seminarios se debate hasta el agotamiento las cuestiones de género, clase y desclasamiento o raza que suscita el texto. La vuelto a leer ―con Robinson Crusoe, esta es la novela que más veces he leído a lo largo de mi vida― con motivo de la publicación (Siruela) de una atractiva edición traducida por Jesús Ferrero y Hugo Castignani. Y porque, coincidiendo con ella, Malpaso ha publicado Todos los jóvenes tristes (traducción de Antonio Golmar) un volumen de relatos que apareció en 1926 y con el que FSF pensaba superar las dificultades económicas que le ocasionaba su desmedida ansiedad por el estatus. Y de eso, y de dinero, tratan esos nueve espléndidos relatos (publicados originalmente en revistas de gran tirada) en los que pueden rastrearse las preocupaciones pecuniarias del propio autor. Algunos de ellos, como el notable “El joven rico” (de donde proviene la conocida frase, convertida en mantra, acerca de que “los ricos son diferentes a usted o yo”, o “Las cuarenta cabezadas de Gretchen” ilustran perfectamente las cuitas financieras y sentimentales de Francis y de Zelda durante ese periodo. Si les gusta el Scott Fitzerald más revistero e irónico, no se lo pierdan.
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