El novelista repasa en su discurso sus diferentes lecturas del ‘Quijote’
El autor recuerda a los amigos que le han apoyado en su carrera de escritor.

Durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes. Mendoza —que en la entrada de la universidad dijo haber traído a la familia para que le criticasen y a los amigos, para que le hicieran la ola— no defraudó. Tras la informada y bienhumorada presentación del ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, luciendo la medalla que el Rey le acababa de colgar al cuello y tras un sonoro suspiro, el autor de
La primera, dijo, fue por obligación del hermano Anselmo en el curso de 1959-1960, años de incienso y plomo al decir de Juan Marsé en los que “la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades se llamaba humildemente curso de Lengua y Literatura”. De esto hace mucho, tanto que su amigo “don Francisco Rico aún no había alcanzado la edad de la razón”, dijo en referencia al famoso cervantista. Pese a los prejuicios que su generación tenía contra un héroe omnipresente en ceniceros y pisapapeles y convertido por el franquismo en arquetipo de la raza, Mendoza terminó rendido al encanto del estilo sencillo y claro de Cervantes. Nada raro en alguien que ya sabía que quería escribir aunque no supiera ni cómo ni sobre qué. “Las vocaciones tempranas”, aclaró, “son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz”.
La segunda vez que se acercó al Quijote, Mendoza era, apuntó, “lo que en tiempos de Cervantes se llamaba bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto”. Esta vez no fue el lenguaje sino el personaje lo que le atrajo de la novela. Al instante se identificó con el Caballero de la Triste Figura en cuanto ser de “idealismo desencaminado”. “Un héroe épico”, explicó, “se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio, un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie”.

Cerrado el repaso de sus lecturas cervantinas, Eduardo Mendoza acabó refiriéndose, sin alarmismos, al “cambio radical” que afecta a la cultura: “La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla”. También aludió al papel de la ficción — “no dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato”— antes de recordar que actos como el de ayer entrañan para el protagonista, es decir él, un riesgo inverso al que corrió don Quijote: “Creerse protagonista de un relato más bonito que la realidad”. Luego prometió “hacer todo lo posible para que no ocurra tal cosa” y se despidió anunciado que seguirá siendo el que siempre ha sido: “Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores”.
El autor de Mauricio o las elecciones primarias —una novela de 2006 cuya lectura recomendó el ministro de Cultura a los presentes, políticos muchos de ellos— achina los ojos cuando sonríe, y ayer se pasó la mañana achinando los ojos, así lo llamase el Rey “artesano del lenguaje”, le preguntasen los periodistas por el porvenir del universo mundo o escuchase una sardana interpretada por la estudiantina. De ingredientes tan dispares sería capaz de sacar provecho narrativo un escritor baciyélmico al que le gusta mezclar a Musil con los tebeos y a Pulgarcito con Gilles Deleuze. Si no lo hace en el futuro será, para disgusto de sus lectores, porque es un caballero. Como dijo él mismo, siempre pensó que su dedicación al género humorístico lo pondría “a salvo de muchas responsabilidades”. Entre otras, codearse con las autoridades civiles y militares y recoger un premio Cervantes. Ayer comprobó que estaba equivocado.
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